Se nos fue Eusebio Poncela, ese madrileño bravo, de mirada intensa y voz grave que parecía haber fumado un habano eterno en cada toma. Tenía 79 pirulos y, aunque nos dejó en este agosto caluroso, la verdad es que tipos como él nunca se van del todo: se quedan flotando en esas escenas que nos sacudieron el cuore.
Porque Poncela no fue cualquier actor ibérico que cruzó el charco: fue parte de la historia del cine nuestro, el que se animó a desnudarse —literal y simbólicamente— en películas que rompieron con todo. ¿O acaso alguien puede olvidar La ley del deseo de Almodóvar, esa obra maestra donde Pablo (su personaje) se metió en la piel del amor prohibido sin pedir permiso? Como decía Charly: “Rompan todo”. Bueno, Poncela lo hizo, pero en pantalla grande.
Nacido en el barrio madrileño de Vallecas, el pibe era un quilombero nato. Lo rajaron de ocho colegios antes de los diez años —un récord digno del Guinness—, pero él ya sabía a dónde apuntaba: el escenario. Desde chiquito se subía a cualquier tabla que se le cruzara y a los veinte ya estaba recitando Lorca en los teatros madrileños.
Después vinieron Shakespeare, los viajes, París, Londres, Nueva York… Pero ojo, que su brújula siempre lo llevó de vuelta a esos directores que entendían la intensidad como nadie: Iván Zulueta en Arrebato (donde compartió plano con la querida Cecilia Roth), Pedro Almodóvar en Matador y La ley del deseo, y hasta nuestro Adolfo Aristarain, que lo fichó para Martín (Hache) junto a Federico Luppi y Cecilia, otra vez. ¿Quién no se acuerda de ese Dante ácido y entrañable?
No exagero si digo que Poncela fue un poco argentino. Porque además de filmar con Aristarain, también se metió en el universo de Fito Páez en Vidas privadas. Un español que se dejó manchar las manos de tango, de rock nacional, de esas historias oscuras que nos pintan a nosotros. Como decía Dolina: “Nadie es de ningún lado si no está también un poco en Buenos Aires”.
Y ahí estaba él, mezclado con Sbaraglia, con Roth, con todos los nuestros. Con ese aura de galán raro: ni bonito de catálogo ni estrella liviana. Era un actor con peso, con sudor, con eso que hace falta para dejar marca.
El veredicto del Archivólogo
Eusebio Poncela fue mucho más que un actor español. Fue un pedazo de cine incómodo, visceral y poético que se nos metió en la piel. Fue la prueba de que el arte sirve para sacudir tabúes, para mostrar lo que otros esconden, para poner el deseo en primer plano sin pedir perdón.
Hoy que los burócratas de siempre quieren recortar cultura como si fuera un gasto, conviene recordar a tipos como él. Porque sin actores que se animen, sin directores que provoquen, sin escenarios donde todo eso suceda, la vida se convierte en una oficina gris con reloj de fichar.
Así que brindemos —con gin importado, por Eusebio. Por ese actorazo que eligió incomodar antes que agradar. Por ese hombre que nos enseñó que el deseo, en el cine y en la vida, es lo único que nos salva del tedio.
Gracias, Poncela. Nos vemos en la próxima función.
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